viernes, 28 de julio de 2017

Los días grises I


En los días grises pueden caer lloviznas que nublan los ojos o haber un implacable sol aplastando las cosas hasta expandirlas. Los días grises pueden empezar un lunes a las 4 de la tarde, justo cuando un ave se posa sobre el techo de al lado y los trastes se amontonan en el fregadero, o un domingo antes del desayuno, aun a pesar de la tibieza de las sábanas. Un día gris no avisa su llegada, sólo se inserta en medio de las cosas como una punzada que va creciendo y entonces todo se detiene, hay un desfase entre lo que sucede fuera y lo que pasa dentro. Afuera, las labores, las compras, los pendientes, las sonrisas obligadas, la mesa bien servida, las llamadas, los amorosos besos; adentro, un cambiante menú de limbos que se superponen como fotografías instantáneas de la desolación. Es imposible escapar de los días grises, es mejor no negarlos; conviene entregarse al dolor, a la duda, al miedo, a la nostalgia… dejarse morder por los dientes de la autocompasión. Finalmente, los días grises siempre llegan a su fin y otros días, menos pesarosos, comienzan a brillar.