En los días grises pueden caer lloviznas que nublan los ojos
o haber un implacable sol aplastando las cosas hasta expandirlas. Los días
grises pueden empezar un lunes a las 4 de la tarde, justo cuando un ave se posa
sobre el techo de al lado y los trastes se amontonan en el fregadero, o un
domingo antes del desayuno, aun a pesar de la tibieza de las sábanas. Un día
gris no avisa su llegada, sólo se inserta en medio de las cosas como una
punzada que va creciendo y entonces todo se detiene, hay un desfase entre lo
que sucede fuera y lo que pasa dentro. Afuera, las labores, las compras, los pendientes,
las sonrisas obligadas, la mesa bien servida, las llamadas, los amorosos besos;
adentro, un cambiante menú de limbos que se superponen como fotografías
instantáneas de la desolación. Es imposible escapar de los días grises, es
mejor no negarlos; conviene entregarse al dolor, a la duda, al miedo, a la
nostalgia… dejarse morder por los dientes de la autocompasión. Finalmente, los
días grises siempre llegan a su fin y otros días, menos pesarosos, comienzan a
brillar.