Había una vez un pueblo fantasma que crecía dentro de mí,
sin habitantes, sin animales que poblaran el aire con sus ruidos, sin apenas un
soplo de viento. Las plantas y los árboles surgían en silencio, obligados por
las continuas lluvias. En las casas no había puertas ni ventanas, pero a veces se
escuchaban risas contenidas, palabras sueltas, grititos de gozo y de dolor.
Nunca me atreví a mirar dentro de ellas porque bien sabía que estaban
completamente vacías.
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